domingo, 20 de julio de 2014

‘Esfuérzate por que tu bonsái parezca un árbol y no por que el árbol parezca bonsái’, decía el maestro John Naka.



En la serie televisiva Hannibal, basada en las novelas en las que el doctor Lecter come carne humana, el psiquiatra más tenebroso de todos los tiempos adorna su consultorio con un bonsái para generar la sensación entre sus pacientes de que es un tipo tranquilo y seguro. Un cuento popular de Oriente asegura que un bonsái seguirá siendo diminuto en un ambiente lleno de cariño y de atenciones; y que se volverá más alto y fuerte en uno dominado por el dolor y el sufrimiento. El del doctor Lecter —ubicado entre un par de ventanales que lo bañaban de sol todos los días— había crecido mucho en pocos meses.

Para Freddy Balderrama, sin embargo, el tamaño no importa —en su vivero, en las afueras de La Paz, tiene algunos bonsáis minimalistas, de apenas unos centímetros, y otros con más de un metro—, pero considera imprescindible ser buena persona a la hora de moldear uno de ellos a imagen y semejanza de los pequeños paraísos que nos rodean.

En su tarjeta personal, en letras blancas de imprenta, bajo un logo con un sol naciente de color naranja y un bonsái muy similar al que el señor Miyagi preserva con mimo en Karate Kid, anuncia lo siguiente: cursos, venta, demostraciones, guardería. Guardería, sí, quizás porque Freddy es consciente de que un aficionado novato —un amante inexperto— es un psicópata con tijeras que probablemente acabará con varios esquejes antes de dominar el arte que ralentiza el crecimiento de arbustos y de árboles.

“A los que no saben —dice—, intento enseñarles. A los que salen de viaje, se los cuido hasta que regresan. Y trato de ayudar a los que acuden a mí con alguno enfermo”.

Anatomía de un instante

De Luis Vallejo, un paisajista español capaz de convertir un rincón desolado y triste en un museo al aire libre, se cuenta que siente lírica en las ramas y las trabaja “hasta conseguir el verso perfecto”. Para él, un bonsái es como un haiku, ese poema breve japonés que se basa en la contemplación, y además, la manera más sencilla de introducir las representaciones de la naturaleza en el jardín de casa. Para Freddy, que conserva 2.000 bajo una carpa que filtra la luz con delicadeza, cualquiera de ellos es un lienzo sobre el que hacer dibujo libre, una forma de expresión sutil, la anatomía de un instante.

“Hay bonsáis que imitan el momento en el que arremete el viento —explica—. Algunos se asemejan a un bosque cercano o lejano. Y los hay también con el tronco torcido, apuntando al suelo, como si estuvieran inclinados justo al borde de un abismo”.

Para que uno no se muera, hay que regarlo abundantemente —sobre todo, en las estaciones más secas—, podarlo, abonarlo y trasplantarlo cada cierto tiempo a otra maceta para renovar la tierra y recortar raíces. “Y ésa suele ser la parte más difícil”, dice. Antes, se trataba de un divertimento para ancianos, emperadores y estadistas. “Ahora, en cambio, con un poco de instrucción y empeño cualquier persona puede acceder a ellos”, señala.

Antes de morir, el maestro John Yoshio Naka, un experto estadounidense de origen nipón y técnica exquisita, el hombre que nunca tenía prisa —tardó más de cinco décadas en acabar uno de sus diseños— decía: “esfuérzate por que tu bonsái parezca un árbol y no por que tu árbol parezca un bonsái”.

Freddy dedica a los suyos entre tres y cuatro días y entre 24 y 36 horas a la semana. A su lado, se relaja. Y a veces, les charla.

El primero que tuvo perteneció antes a una pariente que hace 30 años decidió emigrar; y aprendió a cuidarlo sin que nadie le colaborara. Al más exquisito de su colección lo ha llamado “No me dejes” porque parece que está abrazado a una piedra pulida. “Porque no la deja partir”, fabula. Conserva un ciruelo que rescató de la basura en una plaza. Hay algunos que los manipula para que aparenten menos años. “Como las mujeres maquilladas”, se ríe. Y el más antiguo es uno que recuperó poco antes de que una familia lo botara, que medía alrededor de dos metros y pico, que redujo con paciencia a poco más de uno, que ha ganado varios concursos y que suma casi 75 años.

Según Freddy, con los cuidados adecuados, un bonsái es capaz de sobrevivir siglos intacto. “En un bosque, un incendio puede acabar con una especie entera de árboles en unas pocas horas. Un bonsái está más protegido. Y es la herencia que dejas a tus nietos”, predica; y éstos a los suyos; y los suyos a los nuevos nietos. Quizás por eso, Freddy ya ha comunicado a sus allegados que le gustaría permanecer junto a sus arbolitos cuando fallezca. “Mi voluntad es que esparzan mis cenizas en los que tengo”.


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